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16 diciembre, 2022Un hígado saturado: enfermedad de hígado graso no alcohólico
En las últimas décadas se ha evidenciado un creciente aumento en la prevalencia de enfermedades metabólicas, considerándose uno de los problemas más grandes de salud pública.
La enfermedad de hígado graso no alcohólico (EHGNA), también recientemente denominada como enfermedad de hígado graso asociada a la disfunción metabólica (EHMet), representa la principal alteración a nivel hepático del síndrome metabólico, ya que está muy relacionada con la resistencia a insulina, la dislipidemia, la obesidad y la hipertensión.
El hígado graso no alcohólico es la enfermedad hepática con mayor prevalencia a nivel mundial, situándose en torno a un 25% de su población adulta e infantil. Su principal característica es una gran acumulación de grasa en las células hepáticas. Es normal tener una pequeña cantidad de grasa en estas células, sin embargo, se considera que el hígado es graso cuando está formado por más de un 5% de hepatocitos infiltrados con vacuolas grasas.
En un tejido no adiposo como el hígado, este depósito anómalo de grasa es producto de la alteración del equilibrio existente entre el aporte de lípidos (ácidos grasos libres circulantes captados y los sintetizados de novo) y su catabolismo (secreción de lipoproteínas de muy baja densidad (VLDL) y/o oxidación de ácidos grasos (AG))
El EHGNA es la etapa inicial y reversible de la enfermedad hepática en la que se presenta una esteatosis simple con una inflamación moderada y no existe daño hepatocelular representativo.
No obstante, la EHGNA abarca un amplio espectro histológico de cambios, y con el tiempo, puede progresar hasta la aparición de una afección hepática grave conocida como esteatohepatitis no alcohólica o EHNA.
La EHNA implica una mayor acumulación de grasa y su consecuente inflamación y daño de las células hepáticas con potencialidad de progresar hacia la cirrosis o el carcinoma hepatocelular. Asimismo, a medida que se provoca repetidamente una lesión en los hepatocitos se produce cicatrización tisular o fibrosis que determina la muerte celular y el fallo hepático.
La mayoría de los pacientes con EHGNA son asintomáticos. Y aunque la detección y el diagnóstico de la enfermedad se realiza de forma certera mediante pruebas histológicas de la función hepática, se han creado escalas diagnósticas y de estadificación basadas en estudios de imagen, bioquímicos, antropométricos e incluso, estudio de variantes génicas con mayor riesgo del desarrollo de la enfermedad, con el objeto de lograr un diagnóstico temprano y un seguimiento no invasivo del daño hepático para estos pacientes.
Los conocimientos sobre la etiología de esta enfermedad han evolucionado a lo largo del tiempo. Actualmente, se propone la teoría de múltiples impactos que se hallan implicados en el desarrollo y progresión de la enfermedad. Dicha teoría se basa en la presencia de diferentes factores paralelos, que confluyen y actúan de forma sinérgica en los individuos y que contribuyen al desarrollo de la esteatosis e inflamación hepática. Entre ellos se pueden citar: factores genéticos, obesidad, alteraciones del estilo de vida, alimentación (consumo excesivo de azúcares y grasas de mala calidad), hormonas secretadas por el tejido adiposo, incluso el papel fundamental que tiene la microbiota intestinal a través del eje intestino-hígado.
Entre las moléculas generadas por la microbiota como parte del proceso de fermentación de la dieta y de su metabolismo destacan los ácidos grasos de cadena corta (AGCC), que son capaces de modificar los ácidos grasos biliares primarios con el objeto de modular la señalización celular y la respuesta inmune. Por lo tanto, una microbiota en estado de desequilibrio o disbiosis generará ácidos grasos con un perfil proinflamatorio, que afectará tanto a nivel local como sistémico.
Una vez situado el marco teórico respecto a lo que la enfermedad de hígado graso no alcohólico representa, resulta imprescindible, en este espacio sobre nutrición, otorgar a la misma el lugar que se merece. Dentro de la epigenética que rodea a la enfermedad de hígado graso se ha evidenciado el papel multifactorial de la enfermedad. Sin embargo, como en el resto de enfermedades crónicas no transmisibles, la nutrición representa un eje central en la prevención, desarrollo y progresión de las mismas enfermedades.
Anteriormente, se citaba la resistencia a la insulina, el estado de la microbiota intestinal o las hormanas secretadas por el tejido adipososo como factores precipitantes de la enfermedad. Huelga decir que cualquiera de las mismas depende y se encuentra estrechamente ligada a la nutrición.
Como nutricionista, considero importante subrayar la diferencia entre alimentación y nutrición. La alimentación, valga la redundancia, se refiere a los alimentos en sí mismos (composición, propiedades, beneficios, características organolépticas…), sin embargo, la nutrición es algo completamente distinto: es la transformación de la materia en energía por medio de rutas metabólicas y procesos fisiológicos. Algunos lo llamarían alquimia…
El mayor y más preciso laboratorio que es nuestro cuerpo, transforma las sustancias químicas de los elementos que ingerimos y los transforma en energía y en materia. Dicha transformación dependerá directamente de la calidad de la materia y energía, aunque la acción resultante de dicho proceso nos sorprenda por no comprender sus mecanismos de acción.
Volvamos al hígado graso, la concepción más básica es presuponer que un hígado es graso debido al consumo de grasa. Si bien esto es cierto, es asimismo simple e impreciso. Como hemos visto, la situación de un hígado graso no radica en una sola acción, además, el cuerpo es capaz de transformar sustancias en otras completamente opuestas. Aquí es importante que fijemos nuestra atención en la fuerte relación que existe entre la resistencia a la insulina y el hígado graso no alcohólico. Eso nos ayudará a comprender cómo una sustancia que puede no ser asociada al estado de un órgano, puede evidenciarse como uno de los máximos responsable del mismo.
La insulina es una hormona producida por las células beta del páncreas en los islotes de Langerhans, cuya función principal es intervenir en el metabolismo del azúcar (hidrato de carbono).
La insulina es la llave para que el azúcar entre en las células, asimismo, favorece el almacenaje de glucosa en forma de glucógeno en el hígado y en el músculo, principalmente. Cuando se ha acumulado suficiente glucógeno, el resto de la glucosa se transforma en grasa que queda almacenada en los adipocitos (células grasas).
Cuando hay un consumo excesivo de carbohidratos y una deficiencia de ejercicio físico se produce lipotoxicidad. El exceso de grasa intracelular almacenada produce un bloqueo en la célula que interpreta que existe una carga oxidativa y cierra la entrada de glucosa en el músculo y en el hígado, en este momento se inicia la resistencia a la insulina. El páncreas producirá más insulina para facilitar que la glucosa ingrese a las células, y esto producirá unos niveles de insulina en plasma más elevados. La resistencia a la insulina comienza en el músculo, continúa en el hígado y finaliza en el tejido adiposo.
Además, la insulina induce la actividad de un factor de transcripción (SREBP-1c) que provoca la transformación de glucosa en grasa en los órganos. Por lo que tras una elevación de la insulina se estimula la fabricación de grasa a partir de glucosa y se aumenta la cantidad de grasa hepática.
Por lo tanto, el consumo continuo de hidratos de carbono, en especial los procedentes de comidas y bebidas procesadas, pero también de alimentos naturales, constituye un eje central en la producción excesiva de ácidos grasos en el hígado. Asimismo, las grasas saturadas no saludables y las grasas trans (grasas hidrogenadas o parcialmente hidrogenadas) también representan una bandera roja en la alimentación.
Cabe destacar la importancia de la práctica del ejercicio físico habitual y hábitos de higiene de vida como el respeto de los ritmos circadianos como parte fundamental de la prevención de la enfermedad.
En la actualidad, diferentes nutrientes tales como los ácidos grasos Omega 3 (por su papel antiinflamatorio), la vitamina D3 (como fuente de inmunorregulación y mantenimiento de la homeostasis orgánica), el consumo de polifenoles (por su acción en el aumento de oxidación de ácidos grasos, la modulación de la resistencia a la insulina o la acción directa sobre la microbiota intestinal) o la administración de betaglucanos presentes en determinados hongos y levaduras han evidenciado sus potenciales beneficios en la prevención y el tratamiento dietético del paciente de hígado graso no alcohólico.
Sara Rivero Gil
Nº Col:MAD00752